miércoles, 27 de junio de 2007

LAS TENTACIONES DE LA GRAN CIUDAD (1911) de August Blom


August Blom (1869-1947), como ya señalamos en el anterior artículo o cuando analizamos Atlantis (1911), fue una de las grandes referencias de la Nordisk, a la que llegó tras una carrera como actor de teatro (1893-1908) para luego convertirse en su principal director (1910-1924), fiel a la compañía incluso en sus momentos de mayor declive. Retirado de las labores de dirección en 1925, siguió colaborando con el cine danés en los años 30 y 40. Uno de sus actores fetiche fue Valdemar Psilander (en la foto). Este intérprete, desaparecido prematuramente a los 32 años, tuvo uno de sus mayores éxitos en Ved Faengslets Port (Las tentaciones de la gran ciudad, 1911), la película que nos ocupa.

Un noble, Aage (Valdemar Psilander), debe afrontar una importante deuda, derivada de sus juergas en un local de mala reputación. Su acreedor, de cuya hija, Anna (Clara W. Pontopiddan), está enamorado Aage, le amenaza con recurrir a su madre si no abona la suma prestada. Desesperado, y con temor de decepcionar a su madre, Aage llega a pensar en el suicidio, pero acaba optando por falsificar la firma de su progenitora en un cheque. Más tarde, acaba siendo sorprendido por su madre intentando robarle un dinero que ella tenía guardado en su cómoda. Madre e hijo se reconcilian y acuden a casa del prestamista, donde éste y su hija se han enfrentado por el papel de la deuda, que Anna ha conseguido arrebatar a su padre y lanzar a la estufa.

Nobles arruinados que optan por la bebida o intentan suicidarse, salones y amoríos, la gran vida y las bajas pasiones... Son elementos que ya hemos visto en otros títulos de la cinematografía danesa, también presentes en otras cinematografías, aunque sin la carga erótica y el desparpajo que hicieron célebres (y escandalosas) las producciones danesas en todo el mundo. Más allá de su convencional historia, la película destaca por su cuidada escenografía, el tratamiento de la luz y algunos planos de gran eficacia narrativa.

A diferencia de otras producciones danesas que hemos visto, con unos decorados más bien de cartón piedra y con dos o tres elementos, en esta ocasión, aun siendo igualmente artificiosos, dejan de lado la austeridad y presentan un deliberado recargamiento: cortinajes, cuadros con escenas de caza, salones de gran profundidad, candelabros, espejos... Por lo menos en cuanto a la casa de los nobles se refiere.

La luz tiene su mayor protagonismo en la escena del frustado intento de robo (véase el fotograma que ilustra este artículo), donde la sombra sólo está matizada por la figura del protagonista en primer término, las velas del candelabro y el espejo. Éste último sirve para ofrecer el mejor momento visual y narrativo de la película. En un mismo plano se ve en la penumbra (la de la escena y la de su turbia vida) a Aage intentando hacerse con el dinero, mientras en el espejo que está a su lado se ve a la madre del protagonista observando la escena. En planteamiento es prácticamente igual a otra escena de La bailarina (1911), ya analizada aquí, del mismo año y del mismo director, aunque en esta ocasión tiene mayor impacto por el juego de luces y sombras y por su desenlace: las luces se encienden y allí donde destacaba la presencia del espejo aparecen un criado y un policía, mientras la presencia de la madre (y no su imagen) se hace patente en el plano.

Como hemos visto en otras películas danesas, hay también aquí un uso de la transparencia para comunicar mundos: en este caso, sirve para ver al mismo tiempo al protagonista y a un interlocutor, el prestamista, hablando por teléfono. El prestamista está siendo instigado en esa escena por personajes del local, lo que constituye un apunte cómico, de los varios que tiene la película, a pesar de su tono general. Uno de los personajes más destacados de esa troupe es el de una rellenita e interesada cazafortunas, que aporta detalles grotescos a la trama, con un par de bailes (uno de ellos planteado en una escena con interesantes perspectivas en el plano) y, sobre todo, una secuencia definitoria, en la que acaba despachando a Aage, tras una noche de juerga, al comprobar que tiene la cartera vacía, dejándole con la deuda.

Imaginamos que el éxito de Psilander en la época, y en especial por este título, se justifica por su versatilidad (aunque nada comparable a la de una Asta Nielsen) para encarnar tanto a un galán como a un personaje atormentado, matices que consigue con un número muy limitado de gestos y su presencia, que no era poca.

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